De algún modo, Aníbal Barca nunca pudo derrotar a Roma, pero de igual modo, tampoco Roma pudo nunca con Aníbal. Sólo Escipión el Africano en la desigual y crepuscular batalla de Zama, ya en territorio africano, pudo derrotar al genial líder cartaginés.
De algún modo, sin embargo, lo que la gran Roma no pudo cobrarse por la fuerza de las armas, se lo cobró con creces en el campo del rencor, la ingratitud y la perfidia. Aníbal puso de rodillas al Imperio Romano en su propia casa, dejando en evidencia sus pies de barro. Roma, orgullosa, nunca perdonaría esa afrenta, y perseguiría al general cartaginés sin cesar, hasta sus últimos años, aun cuando ya no suponía una amenaza.
Y como el orgullo artero y la ingratitud egoísta suelen ir de la mano, Roma acabó también con Escipión, uno de los suyos, el único general capaz de frenar la amenaza cartaginesa... Quién sabe, a lo mejor desde los púrpuras y cómodos asientos de la capital del Imperio, el brillo de semejante gesta empezaba a molestar más que ninguna otra cosa.
Y así fue como Roma, inimitable en su dominio de la deslealtad y la venganza, forjó la mala estrella que arrolló a los dos legendarios antagonistas, haciendo uno sus destinos.
"Era el año 183 a. C., y Aníbal, tenía sesenta y cuatro años. Por última vez eludió a los romanos, ahora envenenándose, y al hacerlo manifestó: «Pongamos fin a la gran angustia de los romanos, que han considerado demasiado larga y pesada la tarea de aguardar la muerte de un odiado anciano».
Así murió Aníbal, denunciado por su propio país, por el que tanto había hecho. Antes de transcurrido un año, moría también Escipión el Africano, y en similares circunstancias, asimismo, ya que fue acusado en Roma de haber negociado la paz con Cartago en su propio beneficio, y de apropiarse de fondos públicos. Requerido por el tribunal, Escipión se presentó con pruebas de que había obrado limpiamente, pero en el último momento no quiso presentarlas. Luego se marchó de Roma y se retiró a una casa de campo cerca de Linterno, dando instrucciones de que en la losa de su tumba colocasen esta inscripción : «Mi ingrata patria no tendrá mis restos»."
Aníbal (1969), de Sir Gavin de Beer